El Silbido del Tubo

El televisor estaba allí desde siempre. Nadie recordaba haberlo comprado ni cargado hasta esa sala angosta, húmeda, casi desprovista de muebles. Era un aparato tosco, de aristas cuadradas y vidrio convexo que reflejaba la penumbra como un ojo enfermo.

Una noche, el hombre —un vecino sin nombre, perdido entre rutinas grises y silencios prolongados— sintió el impulso de encenderlo. No hubo zapping ni canales. Solo un resplandor nebuloso, una pantalla que respiraba. Sí, respiraba: un vapor frío y lechoso se expandía desde el vidrio y ondulaba en el aire como si tuviera voluntad.

El hombre, fascinado, se inclinó hacia adelante. Entonces aparecieron los tubos. Surgieron blandos, serpentinos, como órganos que hubiesen estado aguardando el momento de desplegarse. Se adhirieron a sus fosas nasales con una precisión imposible. El primer contacto fue casi placentero, como una anestesia ligera, un cosquilleo que bajaba por la garganta y se enroscaba en los pulmones.

Pronto comprendió que aquello no era un simple televisor. Era una máquina viva, un artefacto hambriento de almas, con lógica propia y respiración viscosa.

Al principio lo que absorbía parecía ser solo aire, un intercambio banal de alientos. Pero luego la succión se intensificó. El hombre sintió que algo más denso, intangible, estaba siendo arrancado de él. Recuerdos, quizá. Pensamientos, tal vez. Una corriente invisible fluía hacia el tubo con cada jadeo. Imágenes de su infancia, los olores de su madre, el roce de la lluvia en una tarde de verano… todo era arrastrado hacia el aparato, consumido por la niebla que crepitaba dentro del cristal.

En su lugar, la máquina devolvía otra sustancia: una catarata de voces ajenas, ruidos metálicos, órdenes sin sentido. El televisor le insuflaba ansiedad, pensamientos veloces y contradictorios, imágenes violentas que se alojaban como larvas en su mente. Cada inspiración era un vómito del mundo que no le pertenecía: noticieros distorsionados, propagandas que repetían consignas absurdas, sombras deformes que gritaban en lenguas desconocidas.

Quiso apartarse, pero los tubos lo mantenían firme, clavados en su rostro como sanguijuelas mecánicas. Su cuerpo entero parecía haberse rendido; los músculos eran ya hilos flojos incapaces de rebelarse. La televisión lo reclamaba como un órgano más de su fisiología maldita.

El tiempo se volvió elástico. Podían ser minutos o años los que llevaba atado a esa niebla. Poco a poco, el hombre notó que su reflejo en el vidrio ya no era suyo. La cara proyectada en la pantalla era una caricatura grotesca: ojos hinchados, boca torcida, piel marchita. Y comprendió con un terror absoluto que ya no era dueño de sí mismo.

El televisor había devorado su personalidad, chupado la esencia que lo diferenciaba del polvo y lo había sustituido con una maraña de pensamientos implantados, ansiedad corrosiva y obediencia ciega. Se sintió vacío, apenas un cascarón.

La última lucidez que conservó fue la de preguntarse cuántos más habrían sido absorbidos antes que él, cuántos otros cuerpos sin nombre vagaban afuera, zombificados por la máquina, cargando cerebros rellenos de desechos y pulsiones inhumanas. Y en esa sospecha, mientras la pantalla palpitaba con una claridad enfermiza, comprendió que la televisión no era un artefacto doméstico, sino una boca cósmica, una grieta lovecraftiana disfrazada de mueble.

No había nada humano en su propósito. No transmitía, no comunicaba, no entretenía: se alimentaba.

Cuando los tubos por fin se retiraron, la habitación quedó muda. El hombre estaba sentado todavía, rígido, con los ojos abiertos y vidriosos, respirando apenas. Su cerebro no era ya suyo. El aparato lo había rellenado de residuos, de miedo, de consignas que giraban en círculo. Era ahora un huésped perpetuo de la máquina.

El televisor se apagó solo. El vidrio volvió a ser un ojo muerto. Y allí quedó él, sentado frente al silencio, esperando la próxima emisión.

Comentarios

También podés leer