El Publi-ser.

Hacer-ser del joven promedio, imitativo. Comerciales orgiásticos reproducidos por cervezas, como gusanos en cadáveres. Ideal de vida del púber contemporáneo, imagen sin contención ni contenido, imitar un reclame que sale en tele.
Fagocitarse a uno mismo, como un caníbal egocentrista. Consumirse para cagar un nuevo ser, lleno de prenoción y de mamífero contemporáneo, hay que divertirse y cometer excesos, la vida es para pasarla bien. La fiesta es lo bueno, lo útil. Divertirse es “saber vivir la vida”. La vida está hecha para ser sonreída “¿y a éste qué le pasa que no le gusta salir?” Utopía contemporánea del adolescente, que adolece preguntas y repite hasta los gestos que aprende. Se inyecta, se subvierte didácticamente la idea de cómo es eso de entretenerse. No es un lavado de cerebro porque al cerebro no se lo nombra. Directamente se apunta a la piel, tegumento meramente sensible en este postulado.
Divertirse, niños, es bailar, sonreír, cantar, ser flaco y usar shampoo. Divertirse es una flatulencia comentada en una red social. La civilidad obediente, las reglas del consumo son más importantes que la constitución, si hasta tenemos quienes rompen la constitución para obtener un poco de dinero con el que consumir algunas cosas.
Hay comerciales que nos van diciendo cómo es eso-de-ser. Que nos dicen qué es lo que tenemos que decir que deseamos, para que el resto diga como que nos cree que nosotros hacemos que creemos desear algo. Todos hacemos como que, todos fingimos, nadie es. Televisores con hiper resoluciones digitales que nos ayudan a ver con más calidad la misma mierda que nunca quisimos ver ¡pero es HD! Lo que a mí me molesta es que tengo envidia por no tener una, claro, es eso. Terminamos comprando el último grito de la tecnocracia para ver “lo menos malo”, porque parecería que la opción de apagar el televisor no existe. Dentro de poco alguien tendrá la honestidad intelectual como para fabricar un televisor sin botón de apagado, nadie lo notaría... a esta altura es un gasto innecesario incluirlo.
La ley del reclame nos dice qué desearemos, pero también nos dice qué nos excita, qué nos enamora, qué nos conmueve. El reclame nos lo dice todo.
Encontrarnos en nuestra manada imitativa es fundamental, son los vertebrados de piel de espejo, buscan reflejar lo que ven. Son chivos ambulantes, son comerciales publicitarios con patas. Buscan afanosamente comportarse como el actor que ven en el comercial, reír como él, hablar como él, mear como él. La diferencia está en que el actor está disociado, actúa. En tanto que el imitador no está disociado, el imitador está camuflado, es una mimesis de algo que no existió más que en el libreto de un publicista que quería engrosar su billetera y estaba convencido de que tenía los hilos de la marioneta. Está es la parte en la que proclamo innecesariamente que habría que dinamitar todas y cada una de las agencias de publicidad con sus respectivos cerdos adentro. Son serviles a la (pre)fabricación del artificial, de un (no)ser publicitario; hecho para ser público y púbico. Construcción estandarizada de engranajes, pose, fraude y careta, fantasma que se pisa su propia sábana.
Veremos el estándar de mujer que tenemos que decir que deseamos. Y lo vamos a decir tan fuerte que hasta nos lo podemos llegar a creer.
Todo esto tuvo su apoteosis, su paroxismo y quintaesencia. Hace no mucho más de cinco años, una de estas marcas de cerveza tuvo la elocuente idea de convertir los comerciales en realidad. Fue así que se usando un bar en la snobista y ruidosa Ciudad Vieja, dió inició a una serie de concursos en los cuales el premio era “una fiesta con el bar a tu disposición para ti y tus amigos, con canilla libre de alcohol”, boom. La fiesta perfecta, idéntica a un comercial de los que salen en la tele. Amigos, un bar, mucho alcohol y ninguna necesidad de recordar que se está vivo. Fue la obscenidad del ser imitativo. Nula capacidad de creación de un ser propio. Se ha nacido para reproducir otras cosas que no tienen mucho que ver con nosotros. Total y completa sujeción voluntaria del albedrío ante el capricho de un publicista narcótico.
Ninguno de esos imberbes es adicto al alcohol, ni siquiera al consumismo más salvaje. Son adictos a la imitación. A su eterna e interminable reverberación asexuada.

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