Tradición y Renovación
En Tradición y renovación, Rodríguez Monegal desarrolla una tesis sobre la cultura literaria latinoamericana. Dicha tesis está bien explicitada en el propio título: existe una tradición de ruptura, renovación, en el ADN literario de sudamérica. Así, entonces, cada vanguardia es un ir atrás y adelante, una reverberación que constantemente trata de negar su pasado creando nuevas criaturas poéticas pero se encuentra con que su pasado es el haberse renovado, la constancia de ser inconstante.
Recuerdos traumáticos no conscientes
Los inicios de la Literatura latinoamericana se dan en los finales del S XIX y tienen, desde un comienzo la marcada intención desvinculante de la influencia que corrientes europeas podrían haber ejercido sobre una América Latina en plena efervescencia independentista. Esa negación del pasado parece haber actuado como un recuerdo traumático que subyace y lleva a las letras latinoamericanas a estar en constante evocación de dicho comportamiento. Una reminiscencia interna tan profunda y delicada como para actuar más sobre la estructura epistemológica de la creación que sobre un aspecto reflexivo; no se es consciente de que lo que se está haciendo es repetir una y otra vez el mismo bucle, “la misma revolución”. Casi condenado al constante cambio, Latinoamérica no cesa de renovar algo que ya podemos comenzar a cuestionarnos si es tan renovador como lo aparenta. Si obviamos el indefinible talento artístico y nos centramos en esta reflexión epistemológica sobre el arte podemos preguntarnos si cambiar implica una continuidad o un cambio, cuando lo único que parecemos estar haciendo es constantemente estar cambiando.
La imagen del trauma nos entrega apenas una faceta de la identidad literaria latinoamericana, la más íntimamente vinculada con Rubén Darío o José Martí, por ejemplo.
¿Evolución?
Ese mal gusto de poner una pregunta como subtítulo de algo, se debe a que realmente (al menos a mí, después de leer el ensayo de Emir) queda la duda, pendiendo sobre la pendiente, valga la aliteración, de si un género evoluciona cuando una de sus características más genéricas y recurrentes es aparentar revolucionarse una vez perimido cada ciclo. Cada generación muere y le deja lugar a una nueva que, sistemáticamente, niega la anterior y se autoproclama “nueva”, “moderna” y “revolucionaria”, entre apenas algunos de los adjetivos a usar. Esa novedad fresca y rebelde, en cuestión de calendario, apenas, dejará espacio a otra criatura literaria que tendrá un comportamiento similar, sino idéntico. Huella propia de la especie literaria latinoamericana, eso parece ser la idea de evolución que se tiene en la tradición de nuestras letras. Sin ser un biólogo me aventuro a suponer que no es muy evolutivo lo de repetir un mismo comportamiento una y otra vez según pasan las generaciones, sin embargo no podemos negar que hay cambios de contenido, de identidad, que se presentan en la superficie de cada vanguardia latinoamericana.
Esos cambios de identidad están, en tanto lógicos, sometidos a preceptos de la lógica elemental, como el Principio de Identidad, por ejemplo. Este principio indica que algo no puede “ser y no ser” al mismo tiempo, de lo que se desprende (para usar lenguaje reticulado de profesor de lógica...) que A es A en tanto no sea B o ninguna otra cosa. Del mismo modo, la lógica indica que si tenemos A también tenemos A (no A). Dice Emir Rodríguez Monegal que se trata de una “renovación casi ritual, de un proceso que podía calificarse de cuestionamiento de la herencia inmediata”.
Es un proceso fractal, autocontenido, porque cada vanguardia niega la anterior y contiene la génesis de la siguiente vanguardia, que la va a negar siendo evolución y revolución, al tiempo que significa el conservadurismo de siempre hacer lo mismo.
Lo de volver al pasado para dar génesis a lo nuevo tiene, sin querer creo, mucho de materialismo dialéctico, proceso acumulativo de sedimentación. Como ejemplo claro de esto podemos citar a Vicente Huidobro cuando, en El arte poética, nos invita a recitar:
“Porqué cantáis la rosa, ¡oh poetas!
Hacedla florecer en el poema;
Solo para nosotros
Viven todas las cosas bajo el sol
El Poeta es un pequeño Dios”
En este fragmento vemos como se niega una tradición, pero se lo hace con el detalle de escribirlo en romance lo cual nos invita a pensar cuál es la tradición que se critica. Del mismo modo, el hecho de no “cantar la rosa” sino “hacerla florecer en el poema” es un metatexto, un microensayo, la explicación de una estructura.
Esa unidad genealógica compuesta de una infinidad de piezas que en ningún caso habilitan eso de “la parte por el todo”, esa unidad es la literatura latinoamericana, un pastiche que históricamente ha devenido discutiendo en un soliloquio al que parece estar condenado dantescamente. Asimismo, cada vanguardia depende para su interpretación de ver qué estuvo antes. Gracias a ese diálogo interno, la intertextualidad asume un valor esencial y permite elaborar un tejido (en tanto texto) o si lo preferimos una rosa de múltiples pétalos. La poesía se pone metapoética, poesía sobre poesía: “cada lector es otro Poeta / cada poema es otro Poema” (Octavio Paz).
En 1954 Nicanor Parra edita Poemas y Antipoemas, donde se burló de Pablo Neruda y Gabriela Mistral; incluso va al extremo de la autocrítica editando luego una versión con la “Anti-Parra”, burlándose de sí mismo. Esta metapoesía coincide con un esfumamiento del género, que no desaparece, se esfuma pariendo obras cuyos géneros consisten en tener múltiples géneros. El Hacedor, de JL Borges es un ejemplo bastante evidente de este esfumamiento de los límites entre géneros literarios. Y he nombrado a El Hacedor, por nombrar apenas un texto, dado que seguramente toda la obra de Borges esté incluida en ese esfumamiento del género, lo cual lo hace algo así como una condensación de la cosa misma que es la literatura latinoamericana.
El cruce de Géneros agota como forma de expresión y, tras la poesía concreta como experimento, Rodríguez Monegal entiende que “el libro, como objeto, como máquina de leer, sólo ofrece una de las posibilidades de creación literaria”.
También, aparte del carácter fractal que se mencionaba, asistimos a la sustantivación de la literatura, la Liteturnost, Literaturidad, en este caso latinoamericana.
Recuerdos traumáticos no conscientes
Los inicios de la Literatura latinoamericana se dan en los finales del S XIX y tienen, desde un comienzo la marcada intención desvinculante de la influencia que corrientes europeas podrían haber ejercido sobre una América Latina en plena efervescencia independentista. Esa negación del pasado parece haber actuado como un recuerdo traumático que subyace y lleva a las letras latinoamericanas a estar en constante evocación de dicho comportamiento. Una reminiscencia interna tan profunda y delicada como para actuar más sobre la estructura epistemológica de la creación que sobre un aspecto reflexivo; no se es consciente de que lo que se está haciendo es repetir una y otra vez el mismo bucle, “la misma revolución”. Casi condenado al constante cambio, Latinoamérica no cesa de renovar algo que ya podemos comenzar a cuestionarnos si es tan renovador como lo aparenta. Si obviamos el indefinible talento artístico y nos centramos en esta reflexión epistemológica sobre el arte podemos preguntarnos si cambiar implica una continuidad o un cambio, cuando lo único que parecemos estar haciendo es constantemente estar cambiando.
La imagen del trauma nos entrega apenas una faceta de la identidad literaria latinoamericana, la más íntimamente vinculada con Rubén Darío o José Martí, por ejemplo.
¿Evolución?
Ese mal gusto de poner una pregunta como subtítulo de algo, se debe a que realmente (al menos a mí, después de leer el ensayo de Emir) queda la duda, pendiendo sobre la pendiente, valga la aliteración, de si un género evoluciona cuando una de sus características más genéricas y recurrentes es aparentar revolucionarse una vez perimido cada ciclo. Cada generación muere y le deja lugar a una nueva que, sistemáticamente, niega la anterior y se autoproclama “nueva”, “moderna” y “revolucionaria”, entre apenas algunos de los adjetivos a usar. Esa novedad fresca y rebelde, en cuestión de calendario, apenas, dejará espacio a otra criatura literaria que tendrá un comportamiento similar, sino idéntico. Huella propia de la especie literaria latinoamericana, eso parece ser la idea de evolución que se tiene en la tradición de nuestras letras. Sin ser un biólogo me aventuro a suponer que no es muy evolutivo lo de repetir un mismo comportamiento una y otra vez según pasan las generaciones, sin embargo no podemos negar que hay cambios de contenido, de identidad, que se presentan en la superficie de cada vanguardia latinoamericana.
Esos cambios de identidad están, en tanto lógicos, sometidos a preceptos de la lógica elemental, como el Principio de Identidad, por ejemplo. Este principio indica que algo no puede “ser y no ser” al mismo tiempo, de lo que se desprende (para usar lenguaje reticulado de profesor de lógica...) que A es A en tanto no sea B o ninguna otra cosa. Del mismo modo, la lógica indica que si tenemos A también tenemos A (no A). Dice Emir Rodríguez Monegal que se trata de una “renovación casi ritual, de un proceso que podía calificarse de cuestionamiento de la herencia inmediata”.
Es un proceso fractal, autocontenido, porque cada vanguardia niega la anterior y contiene la génesis de la siguiente vanguardia, que la va a negar siendo evolución y revolución, al tiempo que significa el conservadurismo de siempre hacer lo mismo.
Lo de volver al pasado para dar génesis a lo nuevo tiene, sin querer creo, mucho de materialismo dialéctico, proceso acumulativo de sedimentación. Como ejemplo claro de esto podemos citar a Vicente Huidobro cuando, en El arte poética, nos invita a recitar:
“Porqué cantáis la rosa, ¡oh poetas!
Hacedla florecer en el poema;
Solo para nosotros
Viven todas las cosas bajo el sol
El Poeta es un pequeño Dios”
En este fragmento vemos como se niega una tradición, pero se lo hace con el detalle de escribirlo en romance lo cual nos invita a pensar cuál es la tradición que se critica. Del mismo modo, el hecho de no “cantar la rosa” sino “hacerla florecer en el poema” es un metatexto, un microensayo, la explicación de una estructura.
Esa unidad genealógica compuesta de una infinidad de piezas que en ningún caso habilitan eso de “la parte por el todo”, esa unidad es la literatura latinoamericana, un pastiche que históricamente ha devenido discutiendo en un soliloquio al que parece estar condenado dantescamente. Asimismo, cada vanguardia depende para su interpretación de ver qué estuvo antes. Gracias a ese diálogo interno, la intertextualidad asume un valor esencial y permite elaborar un tejido (en tanto texto) o si lo preferimos una rosa de múltiples pétalos. La poesía se pone metapoética, poesía sobre poesía: “cada lector es otro Poeta / cada poema es otro Poema” (Octavio Paz).
En 1954 Nicanor Parra edita Poemas y Antipoemas, donde se burló de Pablo Neruda y Gabriela Mistral; incluso va al extremo de la autocrítica editando luego una versión con la “Anti-Parra”, burlándose de sí mismo. Esta metapoesía coincide con un esfumamiento del género, que no desaparece, se esfuma pariendo obras cuyos géneros consisten en tener múltiples géneros. El Hacedor, de JL Borges es un ejemplo bastante evidente de este esfumamiento de los límites entre géneros literarios. Y he nombrado a El Hacedor, por nombrar apenas un texto, dado que seguramente toda la obra de Borges esté incluida en ese esfumamiento del género, lo cual lo hace algo así como una condensación de la cosa misma que es la literatura latinoamericana.
El cruce de Géneros agota como forma de expresión y, tras la poesía concreta como experimento, Rodríguez Monegal entiende que “el libro, como objeto, como máquina de leer, sólo ofrece una de las posibilidades de creación literaria”.
También, aparte del carácter fractal que se mencionaba, asistimos a la sustantivación de la literatura, la Liteturnost, Literaturidad, en este caso latinoamericana.
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