La felicidad es un invento capitalista
La felicidad como invención capitalista: simulacro, control y deseo domesticado
La felicidad, en las sociedades contemporáneas, ya no es un sentimiento. Es una consigna. Un imperativo disfrazado de derecho. Se presenta como objetivo individual y deseable, pero en realidad funciona como instrumento colectivo de control y consumo. Esta tesis —que a primera vista podría parecer cínica o conspirativa— ha sido abordada de manera más o menos directa por pensadores como Michel Foucault, Gilles Deleuze, Guy Debord y Jean Baudrillard. Todos coinciden en algo: vivimos en un régimen donde incluso las emociones son codificadas, gobernadas y mercantilizadas.I. El mandato de ser feliz
“No se trata de hacer la vida posible, sino de hacerla rentable”, podría resumirse, parafraseando a Deleuze. La felicidad en el capitalismo no es una experiencia: es una obligación. Las instituciones —desde la escuela hasta la publicidad, pasando por la psicología positiva— no nos invitan a pensar, sino a sentir bien. Pero este "bien" es estandarizado, útil al orden: una versión emocional del productivismo.Michel Foucault acuñó el concepto de biopolítica para referirse a la forma en que los Estados modernos gestionan no sólo los cuerpos, sino las vidas. En este marco, el mandato de la felicidad opera como forma de gobierno de sí: cada individuo debe volverse empresario de su propio goce, gerente de su bienestar. No ser feliz es, entonces, no solo una desgracia: es una falta, un error de gestión personal.
II. Felicidad: del más allá al hipermercado
Antes, la felicidad era una promesa trascendental. El paraíso. El reino de los cielos. El capitalismo seculariza esa promesa y la transforma en inmediatez: la felicidad ya, pero nunca del todo. Siempre aplazada. Siempre frustrada.Jean Baudrillard lo dice claramente en La sociedad de consumo (1970):
"En la sociedad de consumo no se desea el objeto, se desea el signo de felicidad que se le atribuye."
Esto es clave: no se compra un teléfono, se compra la imagen de una vida plena. No se viaja, se publica que se viaja. No se ama, se demuestra que se ama. La felicidad deviene un espectáculo, un simulacro. Como planteó Guy Debord en La sociedad del espectáculo (1967), vivimos bajo una “realidad representada que sustituye a la experiencia directa”, y la felicidad es la mercancía estrella de esa puesta en escena.
III. El control emocional como control político
El capitalismo tardío no necesita reprimir, necesita optimizar. Por eso la tristeza es patologizada y la ira es desactivada. La infelicidad es tratada como anomalía, y el disconforme, como enfermo o inadaptado. La crítica se diluye en “procesos personales”, la melancolía se medicaliza, y la rabia se convierte en coaching. Como dice Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio, vivimos bajo un “régimen de positividad”:“El sujeto de rendimiento se explota a sí mismo creyendo que se está realizando.”Este sujeto feliz es dócil, predecible y funcional. No interrumpe. No cuestiona. Y si lo hace, lo hace desde un lugar seguro: en el feed, con filtros, sin consecuencias.
IV. Contra la felicidad-mercancía
Pero ¿qué pasaría si soltáramos esa zanahoria brillante llamada “felicidad”? ¿Y si empezáramos a pensarla no como destino, sino como interrupción? Como momento de fuga. Deleuze y Guattari hablaban de “líneas de fuga”: esos escapes del sistema que permiten pensar lo impensable, vivir lo que no se mide ni se monetiza.
Tal vez la felicidad real no sea luminosa ni rentable. Tal vez esté en el fracaso, en el amor no correspondido, en la amistad improductiva, en el silencio compartido. En lo que escapa al algoritmo.
Conclusión
La felicidad como la entendemos hoy no es natural. Es histórica. Es útil. Es rentable. En ese sentido, sí: es una invención capitalista. No porque no existan momentos de alegría auténtica, sino porque el modo en que se nos impone buscarla responde menos a nuestros deseos que a los del mercado. Por eso, más que buscar la felicidad, tal vez habría que empezar por desear otra cosa.
.jpg)




Comentarios