Homo Diffidens: La era de la imagen sin valor
Vivimos en la era de la posverdad absoluta, un tiempo donde la imagen —esa que alguna vez fue testimonio irrefutable, documento del mundo— perdió su valor simbólico y su poder de verdad. Lo que antes “se veía” equivalía a “lo que era”; hoy, lo visible se ha convertido en un simulacro.
Una palabra vale más que mil imágenes
La desconfianza se volvió reflejo: ante cada video buscamos rostros deformes, fondos inestables, brillos sospechosos. La mirada ya no observa: escanea,
sospecha, verifica. En Homo videns, Giovanni Sartori advertía que el hombre moderno había reemplazado el pensamiento abstracto por el pensamiento visual; el ver por el comprender. Pero ni siquiera eso nos queda, ya jubilaron a Sartori, que es más o menos como jubilar a Marty McFly. Ya no somos homo videns, sino homo diffidens: el hombre que duda de lo que ve. La saturación visual nos ha cegado. Roland Barthes, en La cámara lúcida, describía la fotografía como un acto de fe: el “esto ha sido”. En cada imagen había una promesa ontológica, una relación con lo real que trascendía el instante. Hoy esa promesa se rompió. La fotografía digital —y, sobre todo, la imagen generada por inteligencia artificial— ya no da testimonio de nada. No hay huella de luz ni tiempo, solo algoritmos. Lo que antes requería el poder omnímodo de un Estado totalitario para falsear la historia, como en las fotografías retocadas del estalinismo, hoy puede hacerlo cualquier adolescente en su habitación mientras se rasca un huevo y alterna la falsificación con vídeos de regetón. El montaje dejó de ser técnica artística para convertirse en una práctica cotidiana generalmente malintencionada. La edición reemplazó a la memoria. En este contexto, la imagen dejó de ser documento y pasó a ser discurso. Cada publicación es un campo de batalla simbólico donde la estética compite con la credibilidad. La verdad se ha vuelto una experiencia emocional: creemos en lo que nos conmueve, no en lo que ocurrió. Como escribió Baudrillard, vivimos en el imperio de los simulacros, donde la copia antecede al original y la realidad se disuelve en sus representaciones. La imagen ya no nos muestra el mundo: lo fabrica. Y nosotros, hipnotizados frente a la pantalla, participamos de esa producción incesante de ficciones. Hemos creado un arma poderosísima, pero sin ética de uso. No existe un manual deontológico que nos indique cómo convivir con una tecnología capaz de manipular la percepción colectiva. Tal vez haya que aprender a mirar de nuevo. Recuperar la lentitud de la contemplación, la sospecha sana y el pensamiento crítico. Porque si la imagen ha muerto —como sugiere el ya mencionado Barthes—, lo que está en juego ahora es la posibilidad misma de la verdad. Y quizás la única forma de resistir sea recordar que ver no siempre es creer, pero pensar sigue siendo la última trinchera de lo real.
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| Juego de niños |
sospecha, verifica. En Homo videns, Giovanni Sartori advertía que el hombre moderno había reemplazado el pensamiento abstracto por el pensamiento visual; el ver por el comprender. Pero ni siquiera eso nos queda, ya jubilaron a Sartori, que es más o menos como jubilar a Marty McFly. Ya no somos homo videns, sino homo diffidens: el hombre que duda de lo que ve. La saturación visual nos ha cegado. Roland Barthes, en La cámara lúcida, describía la fotografía como un acto de fe: el “esto ha sido”. En cada imagen había una promesa ontológica, una relación con lo real que trascendía el instante. Hoy esa promesa se rompió. La fotografía digital —y, sobre todo, la imagen generada por inteligencia artificial— ya no da testimonio de nada. No hay huella de luz ni tiempo, solo algoritmos. Lo que antes requería el poder omnímodo de un Estado totalitario para falsear la historia, como en las fotografías retocadas del estalinismo, hoy puede hacerlo cualquier adolescente en su habitación mientras se rasca un huevo y alterna la falsificación con vídeos de regetón. El montaje dejó de ser técnica artística para convertirse en una práctica cotidiana generalmente malintencionada. La edición reemplazó a la memoria. En este contexto, la imagen dejó de ser documento y pasó a ser discurso. Cada publicación es un campo de batalla simbólico donde la estética compite con la credibilidad. La verdad se ha vuelto una experiencia emocional: creemos en lo que nos conmueve, no en lo que ocurrió. Como escribió Baudrillard, vivimos en el imperio de los simulacros, donde la copia antecede al original y la realidad se disuelve en sus representaciones. La imagen ya no nos muestra el mundo: lo fabrica. Y nosotros, hipnotizados frente a la pantalla, participamos de esa producción incesante de ficciones. Hemos creado un arma poderosísima, pero sin ética de uso. No existe un manual deontológico que nos indique cómo convivir con una tecnología capaz de manipular la percepción colectiva. Tal vez haya que aprender a mirar de nuevo. Recuperar la lentitud de la contemplación, la sospecha sana y el pensamiento crítico. Porque si la imagen ha muerto —como sugiere el ya mencionado Barthes—, lo que está en juego ahora es la posibilidad misma de la verdad. Y quizás la única forma de resistir sea recordar que ver no siempre es creer, pero pensar sigue siendo la última trinchera de lo real.






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