Historia universal de la imaginación
La Imaginación como Primer Territorio: Un Racconto Crítico de los Orígenes Simbólicos de la Humanidad
En el principio, no fue el verbo. Antes del lenguaje articulado, antes del hueso de la cadera convertido en flauta, antes de la mano impresa en negativo sobre las paredes de una cueva, ya existía algo más antiguo: la imaginación. Si el Homo sapiens se distingue del resto de la fauna no por su fuerza ni por su velocidad, sino por su capacidad de evocar lo ausente, entonces el primer ser humano no fue el que caminó erguido, sino el que soñó despierto.
La imaginación no es un accidente evolutivo; es una estructura de poder. Foucault nos habría recordado que todo sistema de representación conlleva una política del saber. Así, las primeras representaciones humanas no fueron inocentes: manos, bisontes, vulvas, puntos, líneas. No se trataba de decoración, sino de inscripción de sentido. El bisonte pintado no es un bisonte: es el deseo del bisonte, su invocación, su domesticación simbólica.
Los primeros dioses son máscaras de lo imposible. En ellos se funde lo real con lo simbólico, pero también se establece un sistema de control del deseo y del miedo. Debray lo explicaría en términos mediológicos: el dios no es solo una creencia, sino un dispositivo de mediación entre el mundo y su relato. De ahí el tótem, el chamán, el altar, el sacrificio: tecnologías primitivas de lo sagrado que establecen la imaginación como una infraestructura social.
La rueda, la aguja, el fuego domesticado: cada invención es un testimonio de la imaginación proyectiva. Y aquí conviene no caer en la ingenuidad del progreso lineal. No se trata de una evolución mecánica, sino de una serie de bifurcaciones donde cada objeto es también un espejo de lo que la humanidad quiso ser.
IV. El ritual: imaginación compartida, cuerpo en trance
Foucault insistiría en que el cuerpo es el primer campo de batalla de la historia. En los rituales primitivos, el cuerpo se convierte en texto: se lo pinta, se lo perfora, se lo hace danzar. Y esa performatividad no es gratuita: es el acto mediante el cual una comunidad imagina su propia cohesión.
La danza tribal, la orgía dionisíaca, el duelo fúnebre, el canto: todos son modos de narrar lo que no se puede decir. Porque, en su origen, la imaginación no es personal, es colectiva. Y esa colectividad imagina para sobrevivir. El ritual no transmite datos: transmite mitos, valores, jerarquías. Es la primera pedagogía de la emoción.
Baudrillard lo advertiría: la imagen no es una copia de la realidad, es su simulacro. El arte primitivo funda una segunda naturaleza: aquella que no se ve, pero se desea. En ese gesto, nace la estética como forma de conocimiento. La belleza no está en el objeto, sino en su evocación.
VI. El sueño y la muerte: límites de la imaginación
Cuando los primeros humanos enterraron a sus muertos con flores, collares o herramientas, no estaban rindiendo homenaje a lo biológico, sino afirmando una ficción: la continuidad. La imaginación de la muerte como tránsito es uno de los gestos fundacionales de nuestra especie.
Del mismo modo, los sueños —esas narraciones que se imponen en la noche— fueron interpretados como mensajes, como señales, como augurios. El mundo onírico se convirtió en un teatro de lo sagrado. El sueño, como la muerte, es territorio de lo invisible. Y allí, otra vez, la imaginación interviene como cartógrafa.
Por eso este racconto no es una arqueología del pasado, sino una crítica del presente. Porque toda forma de vivir implica una forma de imaginarse a uno mismo. Y quizás, como decía Deleuze, “crear es resistir”: resistir al dato, al dogma, a la repetición sin diferencia.
La imaginación, en sus formas más primitivas y más sofisticadas, es la primera y última libertad.
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“Lo real no se da, se imagina”—Jean Baudrillard
“No hay herramienta más antigua que la metáfora”—Paul Valéry
I. El Homo Imaginarius: antes del lenguaje, el símbolo
En el principio, no fue el verbo. Antes del lenguaje articulado, antes del hueso de la cadera convertido en flauta, antes de la mano impresa en negativo sobre las paredes de una cueva, ya existía algo más antiguo: la imaginación. Si el Homo sapiens se distingue del resto de la fauna no por su fuerza ni por su velocidad, sino por su capacidad de evocar lo ausente, entonces el primer ser humano no fue el que caminó erguido, sino el que soñó despierto.
La imaginación no es un accidente evolutivo; es una estructura de poder. Foucault nos habría recordado que todo sistema de representación conlleva una política del saber. Así, las primeras representaciones humanas no fueron inocentes: manos, bisontes, vulvas, puntos, líneas. No se trataba de decoración, sino de inscripción de sentido. El bisonte pintado no es un bisonte: es el deseo del bisonte, su invocación, su domesticación simbólica.
II. El mito como máquina: dioses, monstruos y genealogías de lo invisible
El ser humano primitivo —si es que existe tal cosa sin caer en la construcción ideológica del “otro ancestral”— no inventó dioses por ignorancia, sino por necesidad de estructura. La imaginación teológica es una respuesta organizativa: la explicación de lo inexplicable a través de una narrativa reguladora.Los primeros dioses son máscaras de lo imposible. En ellos se funde lo real con lo simbólico, pero también se establece un sistema de control del deseo y del miedo. Debray lo explicaría en términos mediológicos: el dios no es solo una creencia, sino un dispositivo de mediación entre el mundo y su relato. De ahí el tótem, el chamán, el altar, el sacrificio: tecnologías primitivas de lo sagrado que establecen la imaginación como una infraestructura social.
III. La herramienta como prótesis de la mente
Si seguimos la línea deleuziana de pensar al cuerpo como ensamblaje, entonces cada herramienta es un fragmento del cuerpo imaginado. El hacha de sílex no es solo un artefacto funcional; es la prolongación de un deseo de modificar el entorno. Es un acto performativo de imaginación materializada: el ser humano no acepta el mundo tal como es, lo transforma. Y para transformar, primero debe representarlo mentalmente como otra cosa.La rueda, la aguja, el fuego domesticado: cada invención es un testimonio de la imaginación proyectiva. Y aquí conviene no caer en la ingenuidad del progreso lineal. No se trata de una evolución mecánica, sino de una serie de bifurcaciones donde cada objeto es también un espejo de lo que la humanidad quiso ser.
IV. El ritual: imaginación compartida, cuerpo en trance
Foucault insistiría en que el cuerpo es el primer campo de batalla de la historia. En los rituales primitivos, el cuerpo se convierte en texto: se lo pinta, se lo perfora, se lo hace danzar. Y esa performatividad no es gratuita: es el acto mediante el cual una comunidad imagina su propia cohesión.
La danza tribal, la orgía dionisíaca, el duelo fúnebre, el canto: todos son modos de narrar lo que no se puede decir. Porque, en su origen, la imaginación no es personal, es colectiva. Y esa colectividad imagina para sobrevivir. El ritual no transmite datos: transmite mitos, valores, jerarquías. Es la primera pedagogía de la emoción.
V. El arte como distorsión fundacional
El arte rupestre no representa: transforma. El bisonte pintado en Altamira no es un registro zoológico, es una transfiguración ontológica. Lo mismo vale para la Venus de Willendorf o las máscaras del Neolítico. No son ilustraciones del mundo, sino desplazamientos del sentido.Baudrillard lo advertiría: la imagen no es una copia de la realidad, es su simulacro. El arte primitivo funda una segunda naturaleza: aquella que no se ve, pero se desea. En ese gesto, nace la estética como forma de conocimiento. La belleza no está en el objeto, sino en su evocación.
VI. El sueño y la muerte: límites de la imaginación
Cuando los primeros humanos enterraron a sus muertos con flores, collares o herramientas, no estaban rindiendo homenaje a lo biológico, sino afirmando una ficción: la continuidad. La imaginación de la muerte como tránsito es uno de los gestos fundacionales de nuestra especie.
Del mismo modo, los sueños —esas narraciones que se imponen en la noche— fueron interpretados como mensajes, como señales, como augurios. El mundo onírico se convirtió en un teatro de lo sagrado. El sueño, como la muerte, es territorio de lo invisible. Y allí, otra vez, la imaginación interviene como cartógrafa.
VII. Epílogo: imaginar es vivir (y viceversa)
Podemos seguir esta genealogía hasta nuestros días, donde los mitos se llaman ideologías, los dioses se llaman algoritmos, y las herramientas se llaman inteligencias artificiales. Pero el principio sigue siendo el mismo: imaginar no es un lujo, es una función vital. Sin imaginación, no hay futuro, no hay moral, no hay política. En el fondo, no hay humanidad.
Por eso este racconto no es una arqueología del pasado, sino una crítica del presente. Porque toda forma de vivir implica una forma de imaginarse a uno mismo. Y quizás, como decía Deleuze, “crear es resistir”: resistir al dato, al dogma, a la repetición sin diferencia.
La imaginación, en sus formas más primitivas y más sofisticadas, es la primera y última libertad.






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