El golpe que mató al heredero: historia de un filicidio y una pintura

En 1885, el pintor ruso Ilia Repin entregó al mundo una de las imágenes más estremecedoras del arte europeo: Iván el Terrible y su hijo, también conocida como Iván el Terrible mata a su hijo el 16 de noviembre de 1581. No es solo un cuadro. Es una herida abierta adentro de algo que desafina culturalmente.
La escena retrata el instante posterior al golpe: el zar Iván IV, rostro desencajado por el horror, sostiene el cuerpo moribundo de su hijo, Iván Ivánovich, el hijo de Iván, valga la redundancia. Sus manos —manchadas de sangre y tensadas por la culpa— intentan reparar lo irreparable. La mirada no es la de un tirano satisfecho, sino la de un hombre que acaba de atravesar la fina raya que separa razón de locura; y que se descubre asesino de lo único que lo conectaba con el porvenir: su heredero.

El hecho real

Iván el Terrible fue el primer zar de Rusia, coronado en 1547. A lo largo de su reinado transformó radicalmente el Estado ruso, pero también se volvió célebre por su paranoia, sus purgas y su sadismo. Su reinado estuvo signado por el terror institucionalizado: matanzas, torturas, delaciones de todo tipo y color.
Pero nada resume mejor su progresiva descomposición mental que el asesinato de su propio hijo, en noviembre de 1581. Tras una discusión violenta, Iván golpeó con su bastón de hierro a su primogénito. Algunos biógrafos escribieron que fue por maltratar a su esposa embarazada. Otros dijeron que de una disputa por decisiones militares y políticas se llegó hasta ahí. Sea como fuere, el golpe fue real y letal. El joven agonizó durante días antes de morir. Este crimen no solo destruyó a la familia real rusa, sino que precipitó una de las peores crisis de la historia del país: el llamado Tiempo de las Turbulencias, una época de anarquía, invasiones, hambres y luchas sucesorias totalmente intestinas.

El cuadro

Repin pintó la escena con una crudeza que desbordó los límites del retrato histórico. El gesto del zar es de un realismo emocional brutal. La paleta cromática es sombría. La sangre, aunque escasa, es definitiva. El cuadro fue tan perturbador que fue censurado en varias ocasiones. El régimen soviético lo consideraba “antipatriótico”, y en 2018 fue incluso vandalizado por un hombre que dijo no poder soportar su contenido. La restauración llevó meses.

Una relectura contemporánea

“Diez veces tú feliz más de lo que eres fueras
si en diez de ti diez veces te multiplicaras:
¿qué podría hacer Muerte si, cuando partieras,
a ti viviente en descendencia te dejaras?”
Soneto VI, William Shakespeare
Hay imágenes que no pierden fuerza con los siglos. Al contrario: se transforman. El gesto siempre será el mismo: el horror irreversible del que se da cuenta —cuando ya es demasiado tarde— de lo que ha hecho. De nada sirve una vida que no sabe perpetuarse en su descendencia, escribió William el bueno, palabras más palabras menos, unas décadas antes del crimen. 
Una escena doméstica, moderna, casi banal, pero cargada del mismo dramatismo ancestral. Porque hay cosas que no cambian: la violencia irreflexiva, el arrepentimiento estéril, la fragilidad de los lazos familiares cuando se quiebran por dentro.
A veces, todo lo que queda es el silencio. O el arte.

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