Y mientras tanto el sol se muere... (In memoriam en vida de Indio Solari)

Hay reseñas que se escriben cuando el músico ya no está, cuando solo queda el eco y el impulso de ordenar su legado en párrafos. Que se escriben para esas despedidas que tienen dolores dulces. Esta no va por ahí: el Indio Solari está vivo (por suerte, me animo a decir...), incluso presente, su obra puede leerse como epitafio en movimiento. Su voz, su escritura, su misterio, parecen hablar siempre desde la otra orilla del Aqueronte, como quien husmea en los rincones profundos y regresa para relatarlo.
"indio", Genes

Un legado inmenso, pero también pesado

Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota nacieron en La Plata en 1976 y construyeron, contra todo pronóstico, una de las carreras más masivas y singulares del rock argentino. De servir bocaditos durante recitales anárquicos con más pinta de performance que de banda de rock pasaron a componer una decena de discos de estudio, entre 1982 y 2000, todos con sello propio, sin depender de la prensa ni de la industria y cultivando una ética autoproductiva hasta entonces poco revisada. Una verdadera gesta contracultural, más allá de si te gusta o no la banda. Pero también, una máquina que generó un mito tan grande que terminó devorando a sus integrantes.
Solari lo admitió en 2013 cuando le dijo a Página/ 12 “me da pudor ser un personaje público. Yo no quiero convertirme en una persona famosa, quiero ser un artista. Pero parece que en este país es imposible disociar las dos cosas”. El Indio fue arquitecto de un dios que después lo aprisionó, un artista que de tan mítico se volvió inasible, un personaje de ciencia ficción sobre la carne trémula de un humano que era casi incapaz de mostrarse como uno.

Música para pastillas

Escuchar al Indio es entrar en un territorio que mezcla visiones apocalípticas, dadaísmo y raptos fugaces de ternura inesperada. Por momentos, es como si Michel Foucault hubiera escrito letras para una banda de rock, con desvaríos lúcidos sobre poder, cuerpos y sistemas; oraciones en las que bien puede estar cuestionando la superestructura capitalista como hablando de una noche dado vuelta con falopa. Todo eso cantando con una prosodia que contribuye amplifica la ambiguedad y puesto a vibrar sobre una pátina de guitarras febriles. Y sin embargo, detrás de esa densidad, lo que queda es emoción pura.

Total no es más que el mundo de plateas de hoy

No solo letras, su obsesión alcanzaba la música en su más amplio espectro. “El Indio tenía muy claro cómo debía sonar todo, no era sólo la voz o la idea general. Tenía una precisión de relojero”, contó Sergio Dawi, saxofonista en 2016. Es que sus canciones son más que canciones, parecen bandas de sonido de películas nunca filmadas, universos cerrados con un nivel de detalle que roza la obsesión.

Masividad y contradicción

En su etapa solista, Solari multiplicó la convocatoria. En Tandil 2016 reunió cerca de 200 mil personas en una ciudad que tiene cerca de 130.000 habitantes. En Olavarría 2017 dicen algunos reseñistas que superó las 300 mil, en lo que se recuerda como el recital más masivo de la historia del rock argentino. Y sin embargo, ese mismo fenómeno terminó cargado de sombras: muertos por avalanchas, desorganización, polémicas. “Es un peso que me cuesta llevar”, reconoció después en una de sus últimas apariciones radiales. Ahí aparece otra contradicción; el artista que escribía enfrentado al poder indefectiblemente derivo en la creación de un poder propio, más foucaultiano no hay. Una fauna casi religiosa que escapa a su control y está poblada por fieles y profetas que van traduciendo la palabra del indio en misas paganas. El que había imaginado rituales dionisíacos se vio atrapado en la liturgia de “las misas ricoteras”.

In memoriam en vida

Hoy, retirado (?) de los escenarios mientras juega escondidas con Mr. Parkinson, Solari sigue componiendo desde su encierro. Saca canciones de a pastillas, como mensajes desde otra dimensión, mientras algunos escribimos reseñas como si ya se hubiera ido, aunque todavía esté acá. 
Porque el Indio siempre fue eso: un visionario que nunca se mostró del todo, un dios que eligió no ser humano frente a sus fieles. Y al mismo tiempo, alguien, en una rara confesión de 1998, le dijo a Mario Pergolini que “yo no soy un héroe. Soy un tipo que escribe canciones. Lo demás es un delirio colectivo”. 

Quizás por eso, cada vez que lo escuchamos, sentimos que asistimos a algo que se escapa del tiempo: un canto que ya no necesita cuerpo.


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