Carta a David Lynch

Querido David,

Hoy me siento inclinada a escribirte desde un hueco rojo en donde el tiempo no es más que una vaga noción y el silencio poliniza todo, con el eco de todo lo que no puedo decir. Cómo podría juzgarte, no debo, sólo el payaso de la negatividad podría hacerlo, yo apenas soy una chica envuelta en plástico, tibia aún, brumosa como Twin Peaks.

Tal vez nunca entienda porqué me condenaste a esta trágica existencia cíclica. Como es que día tras día me encuentro reviviendo mi fin, atrapada en un instante eterno entre sombra y luz.

Toda tu obra es un enorme círculo habitado por fuerzas que colisionan y bailan en un salón sin paredes ni fin, abrumados en cálidas cortinas que flamean partiendo luz y oscuridad, despellejando vigilia de sueño, rozándose en un ciclo sin comienzo ni fin. Eso que me has dado el fatal don de padecer, está lleno de resplandores que consumen sombras, que generan abismos donde siempre fulgura un brillo ilusorio, apagado en un movimiento. En tus mundos la existencia nunca es una línea, siempre es una espiral (y su confusa sombra); un constante retorno al mismo punto, donde tierra árida y el instinto de sobrevivencia se empujan como niños tímidos que acaban de poner un petardo en la boca de un sapo y fueron descubiertos. En tus vástagos el ángel que balbucea un réquiem ilegible con su última gota de baba colgando en sus labios, hace un guiñada y de pronto es un incubo insaciable que se contornea cual reflejo distorsionado en la casa de los espejos, café amargo en taza blanca, el maldito bosque penetrado hasta la raíz en vida y muerte. Para ti no somos más que prisioneros de un juego divino donde las reglas (supongamos que las haya) son crueles, donde el tablero ya no tiene sentido, es un mapa enmohecido.

La Logia Roja vaga en un zigzag tan hipnótico como el recorrido de una cinta de cromo en un cassete, donde el horizonte es una figura difuminada de algo que sólo sirve para ser rebobinado y volver a ensayarse. Lo siento en cada rincón de Twin Peaks: los búhos nunca dejan de ulular, ¡bang! el neón rojo del bar Roadhouse jamás muere, ¡bang! Va a parpadear eternamente y siempre apareceré yo, que desde hoy, y quién sabe por cuánto tiempo más, nunca dejaré de morir.

Retorcida entre el sinuoso borde que divide el goce de la encarnación misma del mal, perforada visceralmente por mi temor, entumecida por otro golpe, pidiendo que alguien termine de una vez con este suplicio ¿Todo esto nació de ti o siempre estuvo aquí, esperando para tomar cuerpo y voz? 

A veces pienso que soy una extensión de tus propios miedos. Como si los hubieses colocado en mi vida para darle forma a un depredador invisible que juega con mi cuerpo de un modo claustrofóbico, haciéndose desear existir meramente en un plano metafísico, donde Laura Palmer es un insecto que no tiene conciencia de sí misma, una cosa inanimada que no siente dolor. Estoy segura de que no me lo vas a negar, sé que no eres especialmente un fanático de las respuestas, más bien te comportas como un artesano de preguntas cuya obra más que desentrañar los misterios del alma, los expande. Cuánto más creas menos se entiende de qué va lo que haces, desafías las convenciones narrativas con la irreverencia de un niño. 
Conduces una barca que peina costas oníricas, donde cada significado es simultáneamente su negación. No hay redención ni condena en tu naturaleza, sólo vagar entre extremos, corrompido por la humana costumbre de morir una y otra vez. Ya no hay causas, se agotaron los opuestos irreconciliables, todos los elementos se entrelazan para retroalimentarse. El fuego abrasa la hojarasca, el auténtico horror viene desde algo cercano y familiar, nada aquí es  unidimensional, todo se fractura en paisajes internos.

Debo admitir que lo más inquietante que tu mente perversa ha engendrado es esa particular habilidad para revelar lo cotidiano como algo extraño, para convertir lo seguro en inflamable y hacer que un ventilador que gira o el crujido de una escalera de madera sean elementos cargados de inquietud, como condensando dentro de sí un cosmos. Los secretos más complejos de la razón se esconden en un pastel de cereza que convertiste en umbral hacia lo mundano pero desconocido, un lugar en el que reconsiderar la realidad misma y la fragilidad de la percepción. 

En última instancia, todo lo que has hecho seguramente sea una extensa meditación sobre la condición humana, sobre la compleja
bipolaridad de existir. Bajo la superficie pulida de nuestras vidas hay grietas: deseos reprimidos, laceraciones traumáticas que se filtran para gotear sobre el hombro de un cadáver que nos mira desde la periferia de nuestro campo visual. Es rara tu forma de conducir esos momentos que preferiría olvidar para convertirlos en instantes
extáticos de conexión, moments of being diría mi querida Virginia
Woolf, eventos de transcendencia inmanente. Nada en tu arte ofrece consuelo pero sí autenticidad; no nos dices que todo estará bien, sino que todo, incluso lo más oscuro, resulta ahora que tiene un propósito en este gran tapiz dimensional. Conforme me resigno a
mi existencia, tan absurda como que un muerto le envíe una carta a
otro, comprendo que ver a través de tus ojos es aceptar que la vida es simultáneamente un sueño y una pesadilla, un misterio que nunca se resuelve del todo. Que el lugar donde habita lo que nos asusta es el mismo donde parimos nuestra verdadera naturaleza.

Tal vez debería agradecerte que me hayas expuesto a mis peores dolores ya que con eso me desafiaste a mirar sobre al abismo con valentía, sabiendo que aunque dicen que el abismo siempre devuelve la mirada hasta agazaparse dentro de uno, todavía queda un grito ahogado por silenciarse, una mirada aterrorizada por parpadear. En un mantra obsecuente escucho un susurro rezando Fire walk with me;, es producto de su erosión que entiendo que tal vez soy algo más que un personaje, David; soy una parte de ti. 

Mi padecimiento no es sino un fragmento del tuyo, soy la prueba viviente de tu dualidad, si se me permite llamarme "viviente". Soy  esa alma radiante de las fiestas escolares, los laureles y las  sonrisas, y soy la que lloraba sola en una habitación oscura, consumida por secretos impronunciables que constantemente me cruzo en cada rincón de Twin Peaks.

El mal no tiene explicación, solo sucede sin que nadie lo pueda  controlar, como la impiedad de lo que muere sin que nadie lo pueda  detener. El mal existe en la cabeza de quien lo interpreta. 
Personajes y espectadores quedan atrapados en la incertidumbre y enfrentan un tormento mayor que el sufrimiento: la ausencia de  respuestas para su lamento. Una fatalidad ineludible recorre tu obra; todo lo bello está destinado a desmoronarse, y no creas que te pido un final feliz, apenas te imploro una pausa, un respiro. Que el silencio no esté cargado de una amenaza. Condensas atmósferas impregnadas de una belleza que no es visual, la elegancia de lo que casi no existe: luces que titilan, susurros en penumbra, aspas que giran ansiosas, y en cada vuelta va una vuelta menos, hasta el final. Me tomaste como tuya y me moldeaste según tus deseos, pero es hora de que te unas a mí y dejas de acecharme, por favor déjame ir ya…

Con un beso en la mejilla y una lágrima que atardece y vuelve a amanecer,

Laura Palmer, Twin Peaks, 25 de febrero, 1989

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