Uno de los internos de la Escuela Dozier, publicó en un artículo de un periódico (en 1964) lo siguiente, que llamó mucho mi atención, razón por la cual decidí idiotecarlo:
“Apenas llegué a la escuela, ellos me quitaron el nombre y me convertí en sólo un número. Fui el interno R 297 durante ocho largos meses. El primer día me llevaron a un edificio, me ordenaron que vistiera un uniforme gris, me dieron un cobertor, una taza y un plato de aluminio. Me alojé en un dormitorio con otros 40 chicos, nadie estaba separado por edad. Los más jóvenes lloraban de miedo durante el día y en la noche intentaban permanecer en completo silencio. Todo mundo quería ser invisible y no atraer la atención de los veteranos o de un guardia. Todo el mundo sabía lo que podría suceder si alguno de ellos te atrapaba a solas. Comía una vez al día y recibía una ración que no pasaba de una sopa rala de cáscara de papa y un pedazo de pan seco. Comíamos con nuestras manos, rápido para que nadie tomara nuestros alimentos. Aún hoy, después de tantos años, en ocasiones despierto sin aliento, pensando que estoy en la Escuela Dozier”.
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