Fragmento, Error 404

Sus labios cuarteados, muestras de la dura tarea de vivir. Sus uñas escamas, sus ojos dos huecos rellenados con alguna especie de grasa o pus mortecino. Su esternón hinchado, una republiqueta defectuosa donde nada termina de tener forma, en donde nada termina de empezar, ni empieza a terminar. Era él como mi corazón, duro y deforme, enfermo. Su piel era un cuero mal forme y gastado, con ondulaciones groseras inexplicables y sus pómulos habían desaparecido, no eran nada, eran lo que faltaba donde hubieron un par de pómulos.

Tenía una especie de espuma sólida hecha de piel en el cuello, como si una fruta se hubiese descompuesto hace poco.

Leía el Siddartha de Hesse y los ojos iban agitadamente de aquí para allá, y todo lo que le quedaba, todo, todo era eso, leer algo que lo viaje como para ponerlo en otro estado dentro del cual él pueda creer, confiar, tener fe en que eso no era todo, lo único que le quedaba.

No había sido un gran lector sin embargo todos mis libros de Horacio Quiroga estaban ahí en su repisa esperando a ser leídos, junto con un par de antologías de cuentos de Edgar Allan Poe. Yo había quedado en conseguirle algo de J. J. Morosoli, uno de mis preferidos, también había pensado en London, Jack London y alguna de sus brillantes crónicas por los mares del sur, pero tal vez serían muy tristes como para un enfermo terminal (nótese que ni Quiroga, ni Poe ni Morosoli me parecen tristes para un enfermo terminal… más bien compañeros).

Visitarlo era raro porque él hablaba poco, su costumbre era hablar poco, era un buen guitarrista pero no le gustaba mostrarlo, solo tocaba algunas cosas si estaba en extrema confianza, durante toda su enfermedad nunca llegó a tocar nada.

No le gustaba darle carne a las fieras, evitaba la melancolía y las enseñanzas, que bien las tenía pero podía también evitarlas, cosa que también es una enseñanza de la mismísima gran puta madre, si lo será... No daba consejos, y ese era otro de sus grandes consejos. La única frase que no fuese trivial que le oí mientras estaba postrado fue “tengo la cualidad de no usar más de diez palabras”, y era real, sabía decir todo en tan pocas palabras que a menudo la gente no lo entendía. Un lector avispado diría entonces que en realidad pues no sabía decir las cosas, simplemente era lacónico. Atravesaba su enfermedad como quien atraviesa un día de gripe. Inmutado ante su debilitamiento feroz, carcomido por dentro físicamente pero trasmitiendo una paz insondable y parecida a la que descansa bajo la última gota de agua de un océano. Hablaba de lo que aparezca en TV, su casa estaba bajo el imperio de una TV, poco para lo que significaba toda su humanidad desmesurada, no era un enfermo terminal más, era totalmente atípico, hablaba de conventillos de modelitos argentinas, hablaba de revistas de chusmerío, se reía de solo recordar Los Simpsons, se quejaba del frío, era normal, como si nada estuviese pasando en su interior, me enseñó cómo tendré que ser yo cuando me esté por morir, y eso es todo lo que preciso saber y todo lo que sé desde entonces creo que me lo enseñó él. Su silencio siempre parecía esconder algo, su risa fría y peculiar guardaba otra sonrisa más socarrona, que guardaba una huella digital que tal vez solo él entendiese.

Todavía recuerdo la única noche en la que tuve claro que él podía pasarla bien conmigo, no sé qué hubo esa noche, pero cuando la gente ya murió uno se pone a buscar mensajes estúpidos y predicciones en boludeces, boludeces como una noche riéndose con una persona.

Él sabía más que uno pero se quedaba callado, su mirada te lo trasmitía. Le gustaba oír a los Buitres después de la Una, esa noche (estas cosas siempre parecen suceder de noche) los buitres lloraron largo rato pero él siguió con nosotros, siempre volando.

Ahora yo había encontrado su tumba, él no estaba ahí… ese sitio era lúgubre y asqueroso. Metía miedo realmente. Su tumba estaba cerca de los baños, una desubicación poética. Me senté sobre la lápida de un tal Giorgio Realmuto y miré a la suya, que estaba frente a mí y arriba, en una de esas paredes llenas de cadáveres. Un poco más abajo se leía la inscripción en graffiti “bolso la puta del barrio, manya cogedor de putas” él era hincha de peñarol… se habría reído... me hice una mueca de desaprobación a mi mismo, era toda una maldita generación pérdida a causa de lo que llamaban “Arte” y eso que parecía ser “Deporte”, no tenían cura, estaban olvidados por sus cerebros, o bien tenían sus cerebros por el lado de afuera de la piel.

Desde entonces no tuve intenciones de morirme en este mundo, ni de vivir en él.

Comentarios

También podés leer