En MUTE

Escuché el portazo y miré despreocupadamente en dirección al área en la que probablemente se había originado el estruendo. Algunas otras cabezas alineadas hicieron lo mismo como
si dos espejos enfrentados estuviesen reproduciendo una imagen fractal. Vi como nacía de entre los cubículos, a lo lejos, la calavera calva del gallego calentón. Por el movimiento de la misma, adiviné que venía dando pasos apresurados pero aparentemente sin dirección. La cabeza parecía flotar sin cuerpo alguno cuando se detuvo, a unos boxes de mí, durante algunos segundos. Una mano quitó sus lentes, pensó algo y siguió andando, esta vez mucho más lento, como calibrando cada paso. Ahora la cabeza brillante parecía sugerir que el cuerpo se deslizaba quieto por una cinta sin fin. A medida que se aproximaba a mi lugar de trabajo, se iban muteando progresivamente los cuchicheos en la góndola de computadoras alineadas en la que me encontraba. Yo, sentado, iba girando mi tronco en sentido anti-horario para quedar finalmente enfrentado a la pantalla otra vez.
Se detuvo al lado de mi supervisora, la rubia, en el extremo de nuestro corredor. Esta alzó ligeramente su mentón y aventuró una sonrisa insegura que el pelado no vio, inmediatamente la rubia se arrepintió de hacerlo y se alegró de que nadie la hubiera visto. La cabeza de pronto tenía un cuerpo que la sostenía y que comenzó a adentrarla en nuestra playa de vendedores inexpertos. No lo veía pero escuchaba sus pasos, a pesar de la moquette, e imaginaba sus movimientos, liminales y preformateados. A cada paso suyo se minimizaba una ventana infractora, se producía un nuevo rostro serio, se acomodaba el micrófono de alguna vincha, se erguía más la columna de alguna muchacha, se entrecerraban algunos ojos fingiendo intentar descifrar algo en la pantalla. Sabía que se acercaba, casi puedo decir, sin ufanarme lo más mínimo ni creerme gracioso, que podía oler su gordura. Afirmé mis manos aún sin sudor sobre el escritorio e impulsé mi anatomía hacia delante, confiando el éxito de esta tarea a la capacidad de las rueditas de la silla de cumplir con su única función: desplazar sin problemas al cuerpo que soporta, al alma que padece. Me hundí en mi cubículo, sirviéndome de las paredes de madera compensada que me separaban del mundo, buscando mimetizarme con el escritorio, con el monitor, con la mugre del teclado. Aquello no podía ser más igual a lo que sucede con un insecto cuya vida depende de la torpeza de su depredador, de que descubra o no que en realidad no es una hoja o un palito. Y nosotros ahí, tan homo-sapiens, rodeados de computadoras, vendiendo celulares truchos a algún inmigrante estúpido que no sabe hablar el idioma del país a dónde fue a hacerse discriminar para sobrevivir, al otro lado del Atlántico, utilizando los mismos recursos que ese migrante o que un tatadios.
El gallego, a pesar de su cabeza completamente despoblada de pelos, ostentaba en su cara una barba mediterráneamente tupida, imposible para un rostro de estas latitudes, bajo la cual supongo habría una boca. Sobre su escueta nariz descansaban unos lentes con poco aumento y de montura moderna, creo.
Repentinamente sentí demasiado cerca el temible sonido que emitía el amansaloco del gallego al apretarlo, era una pelotita azul y se encontraría a no más de 10 centímetros de mi oreja derecha. Quizás pasaron tres segundos o tres minutos antes de que empezara a hacerla rebotar contra el suelo, una y otra vez. Comprendí que estaba detrás de mí, observándome. Mire mi aparato y advertí que se encontraba en “mute”, quién sabe hacía cuanto rato, y eso estaba mal. Si quitaba el mute iba a quedar en evidencia que lo tenía puesto desde antes, esa opción no entraba dentro del campo de lo posible. Pensé en lo complejos que son esos aparatos y lo compleja que es la mente humana; comparé los colores del teclado con el del monitor y deduje que eran distintos tipos de negro. Eran las 5:45 en Uruguay y las 9:45 en Madrid. Pensé en Los Simuladores y empecé a simular.
  • Buenos días, le llamo de MoviStar, soy Sebastián, es usted el titular de la línea 669620004?... encantado de saludarle, ¿con quién tengo el gusto de hablar?... muy bien Laura, el motivo de mi llamada es proponerle el cambio de su línea a MoviStar, conservando su número y beneficiándose de un teléfono totalmente gratuito e importantes descuentos en su factura, dígame, cuál es su compañía actual?... Vodafone muy bien, y tiene contrato o tarjeta?...
Se me terminó el speech y me costaba seguir improvisando, mi voz ya no se parecía a la de alguien que se dedica a vender cosas por teléfono; la pelota seguía picando ahí detrás, torturándome.
  • ¿Y cuánto tiempo hace que tiene el contrato?... ah, ¿y tiene hijos?... no, preguntaba porque capaz que ellos tenían MoviStar y a usted le servía cambiarse… ¿y qué edades tienen?... preguntaba nomás... ¿y todos ustedes son de ahí de España?... sí claro, yo también estoy en España, dije eso pero es una forma de decir nomás…
La pelota de la muerte rebotaba anunciando un final terrible. Ahora mis manos estaban mojadas y mis orejas varios grados por encima de lo habitual.
  • Madrid es la capital de España, y Ronaldo juega en el Real Madrid… ¿sabía que MoviStar es la mejor empresa del mundo?... porque sí, porque tienen celulares baratos… tiene móviles baratos… lo que pasa que también se le dicen celulares… sí sí, acá en España se le están empezando a decir así también, como en Uruguay…
Se activó el protector de pantallas, era una palabra que rebotaba aleatoriamente.
Luego de permanecer varios minutos en silencio me quité la vicha de la cabeza. El amansaloco había dejado de sonar hacía ya un rato. El gallego extendió su mano, oprimió el botón “mute” de mi central y casi inmediatamente comenzó a sonar una voz en los auriculares de la bincha, ya sin cabeza, sobre el teclado mugriento
  • ¡Diga… diga!... ¿vais a hablar o no cabrón?
Apoyé mis codos sobre el escritorio, junté mis manos y apoyé mi quijada sobre mis pulgares. Supuse que todos estaban mirando aquel espectáculo, la cabeza calva seguía sin emitir ningún sonido. Alguien tosió no muy lejos, imaginé a mi supervisora, la rubia, registrando en su memoria paso a paso nuestros movimientos, para esa noche reproducirles toda la escena a sus amigas.
El protector de pantallas rezaba: “Eurocen”. Levanté mi trasero del asiento sin despegar mis codos del escritorio hasta que mis piernas quedaron completamente estiradas, mi nariz rozaba la pantalla LCD, pronuncié unas palabras que no recuerdo, como un grito de guerra, y seguidamente escupí con todas mis fuerzas. El estrépito alcanzó unos decibeles dañinos y el rojo, como un veneno, irradió completamente la corporeidad del gallego, deslizándose por su cabeza calva, impermeable, empañando sus lentes y bajando por sus barbas, salivadas, como la moquette. Me volví a sentar, me coloque la vincha y quité el protector de pantallas con un tinguiñaso en el mouse.

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